Matías Acevedo
Investigador asociado CIES UDD
La Tercera
Sábado 28 de septiembre 2024
Por estos días, la atención estará centrada en el Presupuesto 2025, cuánto crecerá el gasto público y cuáles serán las áreas prioritarias. Lo cierto es que Presupuesto que entra, sale prácticamente igual del Parlamento. Lo único incierto es cuán largos y diversos serán los temas del “protocolo de acuerdo” que acompaña a su aprobación, que el año pasado incluyó temas tan diversos como “realizar una propuesta integral de protección de los ecosistemas marinos” (compromiso +18 de 50), relevante, por cierto, pero que nada tiene que ver con el Presupuesto de la Nación.
Probablemente, pasaremos un año más sin abordar con realismo la pregunta más relevante de cara al futuro de los programas sociales: ¿Qué legado fiscal queremos dejar a las futuras generaciones? Una preocupación que en papel pareciera ser técnica, pero que tiene un profundo sentido social, porque la oportunidad de sostener el financiamiento de los programas sociales depende única y exclusivamente de la capacidad del Estado de tener como contrapartida ingresos permanentes para financiarlos y no seguir recurriendo a la deuda pública.
Los gobiernos de la Concertación, junto con el primer gobierno del expresidente Piñera, le heredaron a una generación durante 25 años unas finanzas públicas ordenadas. En el gobierno del expresidente Lagos se introdujo la regla del superávit fiscal, que nos obligó a ahorrar en épocas de “vacas gordas” para hacer frente a dos crisis económicas, una social y el terremoto. La deuda neta hasta 2014 alcanzó apenas 22,3 puntos del PIB, los ahorros a11,3 puntos del PIB y el pago de intereses como proporción del gasto público era sólo de un 3%.
Gracias a esta disciplina, se pudieron financiar políticas sociales como el plan Auge de salud, el pilar solidario de pensiones que luego se transformó en la PGU, el programa Chile Solidario que luego extendió su alcance y cobertura, el posnatal de seis meses, sumado a un extenso programa de infraestructura pública que inició el expresidente Frei.
La realidad fiscal y económica hoy es distinta, con una deuda pública de 40 puntos del PIB, ahorros que no superan los 4 puntos del PIB y un déficit estructural que cede a duras penas, mientras el crecimiento potencial, que en el pasado era un aliado para la consolidación fiscal, hoy es un lastre.
La promesa de consolidación fiscal para estabilizar la deuda pública al 2028, debe ser técnica y políticamente factible de sostener en el mediano plazo, pero hoy no cumple ninguna de estas dos condiciones. Técnicamente, necesitamos que el balance estructural primario (ingresos menos gastos, antes de intereses de la deuda) se reduzca en 2,3 puntos del PIB durante los próximos 3 años. Las estadísticas del FMI nos indican que sólo 1 de 4 países de la muestra lo logra en ese período de tiempo. Y en materia política, este ajuste requiere que el gasto público, en promedio, crezca un 1,6% en los próximos cuatro años. Desde el retorno a la democracia nunca se ha presentado un proyecto de ley de Presupuestos al Parlamento donde el crecimiento del gasto sea cercano al 1,6%, siendo en promedio 3 veces superior.
¿No sería más razonable comprometernos con una consolidación fiscal que tenga un 80% de probabilidad de cumplirse, en lugar de sólo un 20%? Con una regla simple que nos permita retomar el superávit de balance estructural de antaño. Para lograrlo, necesitamos un acuerdo que nos saque de la coyuntura política y nos permita mirar a un horizonte de 8 años.
Nuestra experiencia reciente post pandemia nos enseña que es posible cumplir nuestros compromisos fiscales cuando vienen precedidos de un acuerdo técnico político transversal (acuerdo Covid, de junio de 2020). Así, nuestro país realizó en el gobierno anterior, en la Ley de Presupuestos 2022, el segundo ajuste fiscal más grande del mundo después de Noruega, el cual cumplió el gobierno actual.
Es claro que la responsabilidad fiscal y social no compiten. Aún estamos a tiempo de ofrecer un camino que sea técnica y políticamente factible de sostener a las generaciones futuras. Podemos ser recordados como la generación que prometió mucho, pero no cumplió, dejando una pesada carga de deuda a las futuras generaciones, restringiendo el desarrollo de programas sociales y de la inversión pública. O ser parte de aquella que logró lo contrario, convocó a lo mejor de la técnica y de la política para alcanzar nuevamente un acuerdo de responsabilidad fiscal de largo plazo. El camino a seguir aún está en nuestras manos.