Por Cristián Larroulet:
Chile ha construido durante las últimas décadas un sistema de educación superior caracterizado por el aporte y la participación de toda la sociedad. En efecto, el rol diseñador de políticas, asignador de recursos, regulador y proveedor de servicios que ha cumplido el Estado se complementó con la creación y funcionamiento de universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica privados, fundados por variadas organizaciones de la sociedad civil. Así, con aciertos y errores, se ha conformado lo que llamamos «Sociedad Docente» en la educación superior, incorporando a más actores, permitiendo mayor diversidad, inclusión y calidad a una actividad determinante para el progreso y la igualdad de oportunidades.
Hace medio siglo existían ocho universidades y hoy son 45 los planteles acreditados; somos líderes mundiales en destinar recursos privados y públicos a la educación terciaria con una inversión de 2,5% del PIB (para los países OCDE es 1,6%); Chile, junto con Corea, es el país que más rápidamente incrementó la cobertura en los últimos 30 años, y, lo más notable, lo hizo a través de un sistema de becas y créditos, que, aunque imperfecto, posibilitó un aumento en el acceso del 20% más pobre, pasando desde un 2,7% en 1990 a 27,4% actualmente. Así, Chile es el país con más acceso a la educación superior para las familias vulnerables en Latinoamérica, incluyendo a los que ofrecen gratuidad, superando incluso a naciones desarrolladas como Francia, Alemania e Inglaterra, entre otras.
Pero eso no es todo. Creamos un ecosistema que considera la competencia y la cooperación, dando un salto significativo en calidad de la educación superior. Hoy, la complementariedad del sistema nos muestra que, entre las mejores universidades, considerando aquellas acreditadas por más de cinco años, hay ocho estatales, siete privadas tradicionales y ocho privadas creadas después de 1982. Universidades como la Católica y la Chile lideran rankings globales a nivel latinoamericano; y universidades privadas junto con tradicionales lideran listados en áreas específicas, como ocurre con las facultades de Economía y Negocios en América Latina; y en rankings mundiales de calidad universitaria por habitante Chile se ubica en niveles similares a países como Corea del Sur.
Por último, si evaluamos la producción científica del sistema se aprecia también un enorme avance. Ello se puede constatar en que, de acuerdo a Scimago, Chile es el país con mayor productividad científica por investigador en Latinoamérica, y entre las 20 universidades nacionales más destacadas hay 10 universidades estatales, cinco privadas tradicionales y cinco privadas creadas a partir de los ochenta.
En la anterior descripción no hay una mirada complaciente, sino una capaz de ver el vaso medio lleno para acometer con un buen diagnóstico los enormes desafíos que nos plantea el futuro. Por ejemplo, la urgencia de aumentar la inversión en ciencia y tecnología. Sin embargo, la gran preocupación es que con las políticas en educación superior que hoy impulsa el Gobierno, como la gratuidad, se está rompiendo el vaso más que llenarlo con lo que falta. En efecto, las señales de política pública que se han dado en los últimos meses son graves, ya que estamos reduciendo la diversidad del sistema al poner en peligro la subsistencia de ciertos tipos de universidades que agregan valor a raíz de la competencia desleal y la pérdida de autonomía que la gratuidad conlleva. Además, se profundiza aún más la segregación al impedir que jóvenes vulnerables accedan al sistema, ya que alrededor de un tercio de los recursos provenientes de la reforma tributaria van a beneficiar a los alumnos del 20% más rico de la población. Y se reduce la calidad, al existir menos competencia en el sistema y menor consideración al mérito en la selección de alumnos.
Por último, se pueden detener los avances en investigación, ya que se pone en peligro la rigurosidad en la calidad de los proyectos y existirán menos recursos disponibles. Aún más, el nuevo mecanismo de asignación de recursos premia factores ideológicos y de capacidad de lobby atacando la excelencia, condición fundamental de un sistema de educación superior exitoso.