Por Cristián Larroulet:
Vivimos en una sociedad en que la violencia nos sorprende en cada momento. El martes fueron las bombas en Bruselas y en las últimas semanas, el recrudecimiento de quemas de camiones e instalaciones agrícolas en La Araucanía. Cabe reflexionar sobre este flagelo en estos días de Semana Santa.
El costo más alto de la violencia terrorista es la pérdida de vidas inocentes, el sufrimiento de las personas y el quebrantamiento de la paz social. El rol principal del Estado es, precisamente, asegurarla convivencia pacífica y por ello la sociedad civil tiene el derecho de exigir a los Gobiernos, Congreso y Poder Judicial que cumplan con su deber de respetar y hacer respetar el Estado de Derecho y la seguridad de los ciudadanos.
La violencia también produce la pérdida de capital físico, como sucede por ejemplo con los ataques incendiarios que afectan a maquinarias y vehículos, causando una disminución en la capacidad productiva de un país y, por tanto, en las posibilidades de desarrollo económico y social.
La constante sucesión de hechos violentos hace que los inversionistas prefieran países y regiones más seguras y estables como destino para sus negocios, disminuyendo de esta manera las posibilidades de creación de nuevas fuentes de trabajos. Los emprendedores deben denunciar las fallas del Estado que en parte explican la violencia.
El clima de conflictividad también deteriora la calidad de las decisiones políticas y las económicas. En el caso de estas ultimas se produce una reducción en el valor de las empresas. Es así como investigaciones científicas han establecido que durante el periodo de actividad del grupo terrorista ETA, el valor de las empresas ubicadas dentro del País Vasco cayó en un 11,2%.
La necesidad de incrementar las medidas de seguridad para prevenir y controlar la delincuencia, no solo implica un costo económico para el Estado sino también para la ciudadanía que debe gastar en diferentes tipos de medidas de protección, incentivando a que las personas emigren buscando mejores condiciones de vida, educación y trabajo.
Cuando las instituciones del Estado no son capaces de proporcionar seguridad a sus ciudadanos, por la falta de eficacia de sus mecanismos de prevención, control y castigo de la violencia delictual, termina perdiendo legitimidad y credibilidad, además del respeto y la confianza de quienes, con sus tributos, lo sostienen precisamente para que, entre otras funciones, cumpla con brindar seguridad.
Todo lo anterior se traduce en un costo económico de la violencia que reduce las oportunidades de progreso. Esto se puede ver en el cuadro adjunto que muestra que en los países con altas tasas de violencia, el PIB per cápita es menor.
Diversas investigaciones han cuantificado los efectos de la violencia sobre el PIB, en Italia fue de 1,5% a 2,5% el año 2010; en Inglaterra fue de 6.5% el 2000; en Estados Unidos representó el 11% del PIB en 1999.
No cabe duda que una prioridad en el Chile de hoy es promover la paz y exigirle al Estado eficaces políticas publicas para reducir la violencia.