Por Antonio Lecuna:
Venezuela está de cumpleaños. El 19 de abril de 1810 marcó el inicio de la Primera República y también se cumplen tres años del juramento de Nicolás Maduro como Presidente. Desde su discutido triunfo, la gestión de Maduro ya es un fenómeno digno de estudio. Tal como sucedió con los Estados bananeros de antaño, la economía venezolana logró revivir al fantasma de la hiperinflación con niveles de 1.642% y 5.400% para los próximos dos años, según el FMI. Paralelamente, Venezuela exhibe la peor recesión económica del mundo (-8% y -4.5% para el 2016 y 2017). Sin mencionar que el país también es campeón mundial en desabastecimiento, corrupción e inseguridad.
El ascenso de Maduro al poder y la hyper-estanflación venezolana es una coincidencia anecdótica. El problema va más allá de Maduro o Chávez. El problema es el modelo chavista. Para entender—sin demasiadas complicaciones—las opciones existentes, imaginemos un mundo donde sólo existen cuatro modelos democráticos: izquierda populista, democracia social, populismo neoliberal, y capitalismo neoliberal.
La izquierda populista (ej., Chavismo) se fundamenta en la democracia radical de Jean-Jacques Rousseau y en la priorización social. Mientras que la democracia social (ej., Bachelet) también prioriza el gasto social—como “estatizar” la educación universitaria, pero prefiere una democracia más liberal basada en la separación de poderes.
En el otro lado del espectro, el populismo neoliberal (ej., A. Fujimori) mantiene elementos de la democracia radical, pero se adhiere a las políticas de mercado como las privatizaciones y la liberación de controles y precios. El capitalismo neoliberal (ej., Piñera) también enfatiza las políticas de mercado, pero bajo un marco institucional de contrapesos y equilibrios.
Cada modelo tiene sus pros y contras. Por ejemplo, el capitalismo neoliberal le inyecta dinamismo al PIB, controla la inflación y la corrupción, pero genera desigualdad. Un doble-efecto similar sucede con la izquierda populista, pero la diferencia es que los pros son ampliamente superados por las contras.
La democracia radical le transfiere el poder al “pueblo” a expensas de las instituciones formales. Priorizar el gasto social incrementa el acceso a la educación, pero sacrifica las políticas de mercado. Combinar ambas corrientes trae beneficios sociales y de inclusión, pero también desequilibrios fiscales y el secuestro de las instituciones.
Hoy en Venezuela soplan vientos de golpes y autogolpes que están diluyendo la esperanza de cambio democrático que traerían el referendo revocatorio o la reforma constitucional. En medio de la tormenta, se asoma discretamente un camino de diálogo entre adversarios. La Ley de Amnistía es la llave que puede abrir la puerta de la reconciliación, pero requiere de la voluntad de ambas partes. El perdón debe ser bidireccional.