Por Cristián Larroulet:
Aunque la gratuidad universal de la Educación Superior fue la promesa más emblemática de la Nueva Mayoría, hace pocos días y después de más de dos años de Gobierno, conocimos el proyecto de ley que pretende imponerla. De acuerdo a la importancia de la iniciativa y al largo tiempo transcurrido, se esperaba que el diseño técnico de esta política pública podría despejar las múltiples interrogantes que existen sobre esta medida y dar respuestas a la grandes preguntas que surgieron desde el día de su anuncio: ¿es justo que exista gratuidad universal para los que serán profesionales en el futuro?
Con la presentación del proyecto al Congreso, el Gobierno se vio obligado al realismo y a abandonar el populismo detrás de la promesa de gratuidad universal, condicionándola al evento (futuro e incierto) de que nuestra economía crezca hasta contar con los recursos suficientes. Por ejemplo, si calculamos un crecimiento anual de 3%, habría gratuidad universal el año 2065. Pero, ¿por qué los próximos Gobiernos elegidos por la ciudadanía tendrían que cumplir con un compromiso de una administración anterior? Y si se decidiera dar la gratuidad universal, ¿qué pasará con las urgentes necesidades sociales que hoy tiene Chile como, por ejemplo, las becas de manutención, textos y otros, que debieran recibir los estudiantes de Educación Superior pertenecientes al 40% más vulnerable?
La gratuidad universal también significará postergar la educación preescolar, donde tenemos un grave problema de cobertura pues menos de la mitad de los niños la reciben, existiendo además un déficit de calidad. Pero eso no es todo, además están las más de 10.000 camas deficitarias en Salud y la urgente necesidad de recursos para ejecutar la reforma al Servicio Nacional de Menores (SENAME). Ello significa que a la inequidad de que los jóvenes de familias ricas estudien gratis en la Universidad se agregaría otra injusticia: ignorar las necesidades básicas de miles de chilenos vulnerables y de la clase media que serían postergados indefinidamente por la gratuidad universal.
Hoy nuestro Congreso se encuentra ante un momento histórico que exige de sus hombres y mujeres enfrentar este debate de manera consciente, responsable y madura, anteponiendo el bien común a los intereses personales o de grupo. Si prevalecen las condiciones mencionadas, nuestros legisladores podrán responder la primera pregunta que formulamos en esta columna: la gratuidad universal es profundamente injusta porque posterga las necesidades y aspiraciones de nuestros compatriotas más pobres y de la clase media.