Por Mauricio Rojas (@mauriciorojasmr)
Se atribuye a Talleyrand haberle dicho a Napoleón: «Señor, con las bayonetas se puede hacer cualquier cosa, excepto sentarse sobre ellas». Y lo mismo se puede decir de la nación. Quienes la niegan, menosprecian, desprecian o descuidan pueden terminar pagando el precio de la soledad y de un nacionalismo exacerbado y agresivo. Esto es lo que está ocurriendo en una serie de países desarrollados en una coyuntura en que la cohesión nacional, es decir, el sentido de pertenencia a una comunidad nacional con intereses comunes y un destino compartido, se encuentra bajo una intensa presión. Su resultado es la ola de populismo nacionalista que vemos extenderse desde Estado Unidos hasta Europa Occidental.
El telón de fondo de este auge populista de corte nacionalista es la creciente diferenciación y tensión social creada por las fuerzas combinadas de la globalización, las migraciones y la revolución informática. Frente a ellas, la nación, como conjunto de instituciones regulatorias de la vida social, y lo nacional, como sentimiento de futuro compartido y solidaridad mutua, se debilitan a ojos vista. Distintos sectores de la población enfrentan estos profundos cambios de una manera muy diversa, dependiendo de sus posibilidades de salir airosos ante los nuevos desafíos. Simplificando las cosas, podemos decir que para algunos, especialmente los jóvenes con mayores niveles de educación que abundan en las grandes urbes, se abre, literalmente, un mundo de oportunidades; mientras que para otros, en particular los sectores menos educados de una población adulta ligada a pequeñas o medianas ciudades industriales en decadencia, se abre un abismo que puede o que ya está tragándose sus fuentes de sustento y minando los pilares comunitarios e identitarios de sus vidas.
Esta divergencia de oportunidades y destino fue tempranamente prevista por el ex ministro del Trabajo de Estados Unidos Robert Reich en su libro «El trabajo de las naciones» de 1991 al hablar de sectores más móviles, capaces no sólo de reconvertirse y adaptarse, sino de sacar significativas ventajas de la globalización, y de aquellos más inmóviles, cuyas vidas están atadas, sin muchas alternativas ni capacidad de reciclarse exitosamente, a una cierta localidad, industria o tipo de trabajo, y por ello están expuestos a ser los perdedores del nuevo orden mundial. En todo caso, para Reich: «Los estadounidenses ya no se levantan o caen juntos, como si viajasen en una gran embarcación nacional. Viajamos, cada vez más, en embarcaciones diferentes y más pequeñas».
Esta divergencia ha sido luego constatada por una larga serie de estudiosos. Un buen ejemplo es la obra de 2012 del destacado dentista político Charles Murray que lleva el significativo título de «Coming Apart» («Separándonos»). A su juicio, estaríamos presenciando «el surgimiento de clases diferentes a todo lo que el país había conocido antes, tanto en cuanto a su tipo como al grado de separación entre las mismas».
ELABORACIONES más recientes del tema son las del historiador Michael Lind y el sicólogo Jonathan Haidt, que usan las categorías de «globalistas» y «nacionalistas» para analizarlo. También podríamos hablar de cosmopolitas y universalistas contra localistas y particularistas. Los primeros, como dice Haidt en un ensayo publicado en The American Interest en julio de 2016 («When and why nationalism beats globalism»), entonan el clásico «himno globalista» de John Lennon: «Imagine there’s no countries». Para los nacionalistas, ello no es sino «ingenuidad, sacrilegio y traición». Recientemente, el escritor británico David Goodhart publicó un ensayo en Financial Times (17 de marzo de 2017) titulado «Why I left my liberal London tribe» («Por qué abandoné mi tribu liberal de Londres»). Allí, quien se declara «postliberal y orgulloso», trabaja con las categorías de «somewhere» y «anywhere» a fin de captar el eje fundamental de diferenciación que él ve detrás de fenómenos como el Brexit o el triunfo de Donald Trump. Si bien hay mucha gente que vive entremedio, la gran divisoria actual se produciría, siguiendo el análisis de Robert Reich, entre aquellos enclavados en «alguna parte» y aquellos que fluyen por el mundo y pertenecen a «cualquier parte».
Los primeros definen su cultura e identidad de forma particularista, es decir, como algo distintivo y único, atado a cierta historia, entorno físico y formas específicas de vida, que deben ser preservadas ya que dependen existencialmente de ellas. En ello reside, a su juicio, el sentido y misión de la nación. Los segundos, se definen por su pertenencia a una especie de cultura universal, que los hace sentirse en casa en cualquier parte donde encuentren a sus pares, es decir, a miembros de la clase media altamente educada, móvil, bien retribuida y cosmopolita. Para esta «gente de cualquier parte» la «gente de alguna parte» son seres atrasados y retrógrados, que se quedaron en el pasado y el provincialismo, destinados finalmente a desaparecer barridos por la «destrucción creativa» schumpeteriana. Los desprecian, así como desprecian su nacionalismo tribal y la contumacia de no querer formar parte, aunque exija sacrificios, del futuro. Lo que no saben es que de esta manera están atizando el fuego que los puede abrazar. Si las élites transnacionales abandonan la nación no deben sorprenderse de que la nación también las abandone a ellas, que no las escuche ni las siga, porque quien va a cualquier parte no va a ninguna parte.
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