Por Hernán Cheyre (@hernancheyre)
Tal como se esperaba, la última cuenta anual de la Presidenta Bachelet estuvo marcada por una enumeración de lo que ella considera han sido los más importantes resultados de su gestión. Esto, en el contexto de haber logrado “correr el cerco” en temas que durante todos gobiernos, desde 1990, se habían mantenido en un cauce compatible con lo que es la esencia de una economía social de mercado -que coloca a las personas en el centro de las decisiones-, pero incompatible con la postura de quienes postulan que la causa de todos nuestros males radica en el lucro y en la desigualdad existente, lo que se explicaría por un rol “excesivo” que se ha asignado a las fuerzas del mercado como motor fundamental de la actividad económica.
Esta visión, que surgió tanto por una visión extremadamente ideológica como por una mala lectura de la causa última de los problemas que aquejan a nuestra sociedad, fue la que orientó el espíritu reformista del que ha dado cuenta la Presidenta y que se ha traducido en un paulatino reemplazo de la facultad de las personas de tomar decisiones libremente, por un rol crecientemente importante del Estado, como entidad que encarnaría de mejor forma la búsqueda del bienestar colectivo.
Como lo señaló la propia Presidenta en una entrevista otorgada recientemente a una agencia de noticias extranjera, “había algunos vestigios del modelo neoliberal con los que hemos ido terminando a través de las reformas”.
Efectivamente, son las reformas más emblemáticas realizadas por este Gobierno las que han marcado la pauta, aplicadas con lógica de “retroexcavadora” para eliminar “vestigios del modelo neoliberal”. Entre estas destacan, por cierto, las reformas tributaria, laboral y educacional, y, de acuerdo a lo anunciado en el mensaje presidencial de ayer, continuarán con el envío de un proyecto de ley en el ámbito de la educación superior que crea un tratamiento especial a las universidades estatales y otro que elimina el CAE, así como con otra iniciativa que introducirá cambios importantes en el ámbito de las pensiones, a través de un nuevo pilar contributivo que será administrado por el Estado, entre otras.
Pero no obstante el largo listado de iniciativas revisados en la cuenta anual de la Presidenta, no hubo en el discurso presidencial ninguna autocrítica respecto del importante grado de rechazo que éstas han provocado en la ciudadanía, ni de los efectos que éstas han tenido en la economía. No se puede obviar que el crecimiento económico promedio ha caído a menos de la mitad de lo que se observó durante el Gobierno anterior (5,3% vs. 2%); que la capacidad de generación de empleos cayó a la tercera parte (250 mil vs. 80 mil por año), de los cuales la mayor proporción corresponde a trabajos por cuenta propia, definitivamente más precarios; que los niveles de inversión muestran una tendencia declinante que no tiene parangón en nuestra historia reciente; y que el manejo de las cuentas fiscales se ha traducido en un aumento en el nivel de deuda pública que tiene en jaque el nivel de riesgo crediticio del país que asignan las clasificadoras especializadas.
¿Cuál es la verdadera herencia que nos está dejando el Gobierno de la Presidenta Bachelet en lo económico? Si bien se logró “correr el cerco” en variadas materias, ello se hizo demoliendo cimientos importantes del modelo de desarrollo económico que le permitió a Chile dar un salto cuantitativo y cualitativo sin precedentes en las últimas tres décadas, lo cual ha tenido un costo mayúsculo: como resultado de lo anterior hoy tenemos un país que ha perdido capacidad de crecimiento y de creación de nuevos puestos de trabajo, que le ha cortado las alas a la clase media, y que nos aleja de la meta de poder convertirnos en un país desarrollado que logre derrotar la pobreza. Lamentablemente, Chile no es hoy un país mejor que lo que era hace cuatro años. Un pobre legado y una pesada carga.
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