Por Matías Lira (@mlira1)
Son varias las definiciones que se han realizado sobre la generación denominada millennials. Si bien detrás de estas categorías abundan las generalizaciones y caricaturas, al menos se pueden identificar ciertos patrones que, a mi juicio, reflejan muy bien a nuestros jóvenes, y a algunos no tan jóvenes.
En esta línea quisiera resaltar tres características centrales. Se dice que son más narcisistas, en parte debido a que nacieron y se criaron en un contexto de mayor protección y bienestar económico. Tienen un sentido de la inmediatez más desarrollado, fuertemente influido por un desarrollo tecnológico sin precedentes, que les ha permitido ser beneficiarios de canales de comunicación ágiles y de una lógica de consumo que permite hoy prácticamente obtener todo lo necesario en poco tiempo. Finalmente, si bien tienen el deseo de cambiar el mundo, son más escépticos y a veces desconfiados de la autoridad o instituciones tradicionales, sean políticas, religiosas o sociales.
No soy amigo de caer en generalizaciones, pero en mi opinión estos tres elementos no sólo reflejan una parte de lo que me toca ver como docente en las aulas universitarias, sino también en el comportamiento de varios de nuestros líderes políticos, algunos de ellos coincidentemente de dicha generación. Permítanme tomar como ejemplo de este “millennialismo” exacerbado, la discusión pública y legislativa de la reforma educacional, en especial en lo referente a la educación superior.
Queda claramente reflejada la mirada narcisista y egoísta al plantear sin matices el avance en la gratuidad como primera prioridad país, comprometiendo recursos presentes y futuros en desmedro de otras prioridades, como son el drama de los menores en riesgo social, la salud pública, etcétera.
Además, la insensata presión hacia el Ministerio de Hacienda y el próximo gobierno para contar de manera inmediata con los recursos necesarios para dichas iniciativas, con el agravante de estar inmersos en un contexto donde a todas luces el endeudamiento fiscal y el bajo crecimiento del país comprometen la salud financiera del Estado.
En cuanto a la desconfianza y escepticismo, se han expresado de manera sintomática en la ceguera de nuestras autoridades hacia la opinión de entidades externas que nos señalan con firmeza que no vamos en la dirección correcta. Por un lado, la baja en la clasificación de riesgo soberano que nos aplicó Standard and Poor’s (S&P), la primera en 25 años, revelando un hecho que a pesar de estar presente en la totalidad de los textos de economía, algunos minimizaron, y es que las malas reformas SÍ tienen consecuencias en el crecimiento y la inversión.
Por otro lado, y en un sentido positivo, la posición de privilegio que ha obtenido un grupo de universidades chilenas, la mayoría de ellas privadas y con proyectos educativos bastante heterogéneos, en el ranking de Times Higher Education. Al parecer esa mirada flagelante y lapidaria respecto de la mala calidad de nuestro sistema universitario no resulta ser del todo cierta y menos justificación para un cambio estructural que haga desaparecer lo que ha permitido dichos resultados exitosos.
No pretendo con lo anterior hacer una apología de los millennials. Ni caer en que todo lo pasado es mejor. Sin duda que cada generación ha sabido aportar a la construcción de una sociedad que avanza y por supuesto que a los millennials les corresponde, más temprano que tarde, la responsabilidad de liderar cada dimensión de nuestro país. Pero otra cosa es no contar con un análisis crítico y medianamente objetivo de los resultados alcanzados y asumir que todo lo pasado es malo per se.
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