Por Hernán Cheyre | Director CIES UDD | Diario Financiero
No hay peor consejero en la elaboración de políticas públicas que el puro voluntarismo. Obviamente es fundamental tener un objetivo claro, querer mover el estado de las cosas en una cierta dirección y datos básicos para poder cuantificar el efecto de lo que se propone. Pero en este proceso analítico no se puede omitir la «función de reacción» de las personas, es decir, la forma y el grado en que los distintos agentes van a reaccionar ante las medidas que se pretende implementar.
En el programa económico de Gabriel Boric abundan ejemplos de este tipo, siendo el tema de los impuestos el que mejor ilustra este punto. Se plantea en el documento programático aumentar la recaudación tributaria en aproximadamente ocho puntos porcentuales del PIB, con una implementación gradual en el tiempo, de los cuales 3,5 puntos porcentuales se obtendrían como consecuencia de un nuevo régimen de impuesto a la renta -desintegración entre impuestos a las empresas «grandes» y sus accionistas, impuesto a las utilidades retenidas de las empresas que todavía no han tributado, mayor tasa de tributación de las personas con rentas altas-; por el establecimiento de impuestos a la riqueza; y por un nuevo royalty a las empresas que conforman la gran minería del cobre, el cual incluiría una tasa que se aplicaría sobre las ventas brutas de las empresas, al margen de cuáles hayan sido las utilidades obtenidas.
Estas estimaciones, surgidas de una planilla Excel que utiliza «coeficientes fijos», no consideran la forma en que van a reaccionar los afectados ante las nuevas medidas. ¿O acaso alguien piensa que en un contexto en que las economías están plenamente integradas, los inversionistas no van a buscar un lugar más «amigable» en cuanto a las condiciones de entorno -como el tratamiento tributario- para localizar proyectos y para invertir sus recursos financieros?
Omitir este factor constituye una negligencia que ya la pagó caro la presidenta Bachelet en su segundo mandato, al haber aprobado una reforma tributaria que terminó recaudando menos de la mitad de lo que se había estimado inicialmente, como consecuencia de la forma en que reaccionaron los distintos agentes ante el nuevo cuadro, todo lo cual se tradujo en una caída en la inversión y en un virtual estancamiento del PIB per cápita.
Más allá de lo puramente tributario, en la realidad del Chile actual la sola expectativa de un cambio en la orientación de la estrategia de desarrollo-con mayores gravámenes y regulaciones a los actores privados- está provocando un «retiro silencioso» de fondos hacia el exterior y una postergación de proyectos de inversión, como reacción a un posible cuadro más adverso. Y contra eso no hay nada que hacer, salvo entregar señales claras con un mensaje creíble que estimule el fortalecimiento de la actividad productiva del país.
El problema de la reacción ante los estímulos recibidos se da en todos los planos. En el caso del IFE, que se ha estado entregando en forma cuasi universal, los efectos sobre la disponibilidad de las personas para emplearse son ya conocidos, lo cual genera un daño evidente a la economía, más allá del drenaje de recursos fiscales que ello implica. Y mirando a lo acontecido esta semana, el rechazo al cuarto retiro en el Senado, que de ser aprobado habría puesto en serio riesgo la estabilidad del sistema financiero, provocó de inmediato una reacción positiva en los mercados.
En síntesis: cuando las políticas públicas son elaboradas con rigurosidad técnica y los incentivos que se establecen son los adecuados, los agentes económicos reaccionan de un modo compatible con una estrategia de desarrollo sostenible. Cuando lo que prima es el voluntarismo, sólo se cosechan frustraciones.