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Consejo de Innovación: dulce y agraz

Por Hernán Cheyre (@hernancheyre)

El Consejo Nacional de Innovación para el Desarrollo (CNID) entregó recientemente a la Presidenta Bachelet el informe con los lineamientos estratégicos propuestos por este organismo.

El CNID, creado en el año 2005, es un organismo asesor del Gobierno, cuyo propósito es entregar recomendaciones en materia de políticas de innovación y competitividad. Ha sido tradicional que en la última parte de la gestión del gobierno de turno, los consejeros del CNID -nombrados por la máxima autoridad política del país al comienzo de su mandato- entreguen el informe correspondiente a su período. Esta modalidad de operación presenta el problema evidente de que el fruto del trabajo realizado por los consejeros designados al comenzar un período presidencial se da a conocer cuando el ciclo político está entrando en una nueva fase, con lo cual sus recomendaciones carecen de mayor utilidad para la autoridad política que los convocó.

No obstante los mejoramientos que deberían ser incorporados en el diseño institucional del CNID para que esta instancia pueda ser aprovechada de una mejor manera, cabe destacar en esta oportunidad los esfuerzos realizados por su presidente, Gonzalo Rivas, por incorporar una visión más transversal, a pesar de que la mayoría de los consejeros tenga una sensibilidad más cercana a la actual coalición gobernante.

Esta intención por lograr generar acuerdos en temas clave da cuenta de una actitud que no ha sido usual durante la actual administración, pero que reviste suma importancia en la búsqueda de soluciones que aspiren a permanecer en el tiempo.

Entre las propuestas novedosas del informe conviene resaltar que en esta oportunidad no se volvió a insistir en la priorización de sectores productivos -la polémica política de «clusters» que se impulsó durante la primera administración de la Presidenta Bachelet, y que con un envase algo diferente se continúa impulsando desde la Corfo-, sino que se adoptó una visión más moderna, en la línea de identificar «retos nacionales para el desarrollo» a ser priorizados a través de programas públicos de apoyo, pero que pueden ser transversales en cuanto a los sectores productivos involucrados. Ante la evidente escasez de recursos públicos disponibles para este propósito, tiene mucho sentido focalizar esfuerzos en temáticas específicas, que la propia comunidad ayude a identificar como prioritarias, como podrían ser, por ejemplo, el manejo de los desastres de origen natural, el aprovechamiento de los laboratorios naturales de que dispone el país, entre otros.

Entre las propuestas más polémicas, destaca la de establecer un impuesto a las ventas de las empresas «grandes» (aquellas que venden más de 100 mil UF anuales), con el propósito de financiar actividades de investigación, desarrollo e innovación. En el diseño propuesto -inspirado en una idea implementada por el economista Paul Romer para estimular actividades de I+D+i (investigación, desarrollo e innovación) de beneficio colectivo para todos los integrantes de una cierta industria, pero desvirtuado al convertirlo en un pago obligatorio- se trataría de un gravamen cuya recaudación ingresaría a un fondo específico, que sería administrado por «Juntas de Inversión en I+D+i», que se formarían con este propósito en las distintas industrias. Es decir, lo que se persigue sería «obligar» a las empresas a contribuir a este tipo de proyectos colectivos de I+D+i, ya que solo de esa forma podrían recuperar el gravamen pagado por este concepto.

En cualquier circunstancia -pero especialmente en el contexto de la carga tributaria que actualmente afecta a las empresas chilenas, luego de la reforma-, se debe tener sumo cuidado con el efecto que nuevos gravámenes pueden tener sobre la inversión. Más que «obligar» a las empresas a realizar actividades de I+D+i, lo que se debe hacer es «incentivar» iniciativas de este tipo. Este es precisamente el objetivo del mecanismo de incentivo tributario, actualmente vigente, que permite a las empresas descontar directamente del impuesto a la renta un 35% de los montos invertidos en esta clase de proyectos, incluso los realizados al interior de la propia empresa. Es efectivo que el incentivo es más bajo cuando una empresa no puede apropiarse directamente del fruto de la inversión efectuada, y debe compartirlo con otros. Pero es por ello que los aportes otorgados a proyectos colectivos, como es el caso, por ejemplo, de los consorcios tecnológicos, también pueden acceder al beneficio de la franquicia tributaria.

Por cierto, habrá que buscar nuevas fórmulas para impulsar proyectos colectivos de I+D+i, pero la propuesta de establecer un impuesto a las ventas con este propósito no parece una buena idea.

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