Por Hernán Cheyre (@hernancheyre)
La idea de que Chile necesita cambiar su matriz productiva para retomar el ritmo de crecimiento económico perdido, muchos la repiten como un mantra. Nadie podría poner en duda hoy día que la nueva revolución industrial y tecnológica en curso está cambiando los paradigmas productivos del siglo pasado, y que por tanto los países que logren insertarse exitosamente en esta nueva era -basada fundamentalmente en el conocimiento- van a experimentar una transformación en su matriz productiva.
Donde no hay que confundirse es en si esto a fin de cuentas debe ser la consecuencia natural de un proceso liderado por las fuerzas del mercado, enfrentando incentivos adecuados para orientar sus decisiones de inversión, o si esto hay que buscarlo a partir de un enfoque constructivista digitado desde el Estado, a través de políticas que privilegien el desarrollo de sectores específicos previamente seleccionados.
El mundo ha conocido experiencias de ambos tipos, con resultados dispares. Normalmente se señala el caso de los países asiáticos como ejemplo de los buenos resultados que se puede obtener a partir de un modelo más intervencionista, pero se omite que al interior de este grupo ha habido modalidades bien diferentes, que van desde las selectivas políticas industriales de Corea a comienzos de los 70 -posteriormente abandonadas- hasta las variantes de libre mercado como Hong Kong. Lo interesante de resaltar es que en todos estos casos el punto de partida tuvo un denominador común: una población con buen nivel de educación y una fuerza de trabajo con flexibilidad para adaptarse a las nuevas condiciones.
La discusión de este tema en Chile debe realizarse colocando en el centro del debate el problema de fondo que condiciona todo lo anterior, como lo son las debilidades en materia de productividad. Para avanzar en esta línea, logrando una diversificación productiva que sea sostenible en el tiempo -y obviamente agregando mayor valor a partir de las ventajas comparativas evidentes que hay en el país-, mucho más importante que cualquier programa público específico orientado a apoyar alguna actividad en particular, lo serán los esfuerzos por mejorar efectivamente la calidad de la educación que reciben nuestros jóvenes; por una mejor capacitación de nuestros trabajadores y empresas de menor tamaño; por contar con una legislación laboral moderna que posibilite a los emprendedores insertarse en esta nueva era productiva; y creando condiciones que faciliten la reasignación de recursos desde sectores menos productivos hacia aquellos con mayor potencial -en lo que Schumpeter bautizó como “destrucción creativa”-, como lo es la facilidad para hacer y deshacer negocios, y la disminución de barreras a la entrada para introducir mayor competencia y facilitar la participación de emprendedores con modelos de negocio más innovadores.
En esta tarea todos los actores tienen un rol que desempeñar, y lo que se debe buscar son instancias de coordinación eficaces y flexibles, ancladas en esta meta común.