Por Mauricio Rojas. (@MauricioRojasmr).
Lo más interesante del programa del abanderado de centroderecha, Sebastián Piñera, es la posibilidad de abrir un diálogo poselectoral con los sectores socialcristianos y socialdemócratas en la búsqueda de un nuevo consenso en un modelo de desarrollo para Chile.
En una entrevista reciente en El Mercurio dije que el programa de Sebastián Piñera planteaba “una serie de políticas sociales de corte Estado de bienestar en claro conflicto con la idea de focalización de los Chicago”. Ello ha causado cierta sorpresa y una serie de comentarios, como el muy acertado de Luis Larraín ayer en El Líbero. Por ello puede ser pertinente aclarar a qué tipo de Estado de bienestar me estaba refiriendo y qué implica, a mi juicio, el posicionamiento del programa del abanderado presidencial de la centroderecha.
Lo primero, es señalar con toda claridad que no se trata del Estado benefactormonopolista y absolutamente desmedido que prometió todo tipo de derechos universales y terminó quebrado en aquellos países europeos que, como Suecia, lo llevaron a su máximo desarrollo. Su ambición era, por así decirlo, producirlo todo, financiarlo todo y decidirlo todo en materias de bienestar ciudadano. Este modelo es ciertamente repudiable desde el punto de vista tanto de la libertad, que coarta fuertemente, como de la sustentabilidad, que se probó imposible.
El fracaso de este Estado benefactor, que aún sigue siendo el modelo de nuestra izquierda trasnochada, dio origen a una búsqueda extraordinariamente interesante de un nuevo tipo de Estado de bienestar, más limitado, desmonopolizado y abierto a una amplia colaboración público-privada orientada a fortalecer la libertad de elección ciudadana. En Suecia, para tomar el ejemplo más destacado, ello condujo a una desmonopolización plena, que incluye la educación básica y media, la atención de salud y los servicios para la tercera edad. En estos ámbitos compiten hoy la oferta pública y la privada (incluidas, sin limitación alguna, las empresas con fines de lucro) en igualdad de condiciones bajo un sistema de libertad de elección respaldado por el financiamiento público. Esto ha implicado el florecimiento de una diversidad de opciones sin precedentes al servicio del ciudadano en lo que en los años ‘80 había llegado a ser el sistema de bienestar más estatista y monopólico conocido en una democracia.
Este tipo de Estado de bienestar es lo que en mi libro Suecia, el otro modelo he llamado “Estado solidario de bienestar”, destacando la separación clave entre la responsabilidad pública, que debe asegurar que a nadie le falte el acceso a ciertos servicios y recursos, y la gestión de los mismos, que es una cuestión que tiene que ver con la eficiencia y, sobre todo, la capacidad de atraer la libre demanda ciudadana. En suma, la intervención pública busca empoderar directamente al ciudadano y potenciar su libertad, en vez de imponerle, vía monopolios públicos, servicios o prestaciones que ante todo reflejan las preferencias y decisiones de la clase política.
Este Estado solidario con el ciudadano es también diferente de aquel habitualmente asociado con la Escuela de Chicago, que se caracteriza por la focalización de sus intervenciones en aquellos grupos sociales que carecen de recursos para acceder a ciertos niveles básicos de bienestar. Este enfoque es, como Luis Larraín bien lo subraya, pertinente para países pobres como el Chile de hace algunas décadas, donde era natural concentrar el esfuerzo público en los sectores más vulnerables de la población, pero tiene escasa capacidad de responder a las demandas de garantías de bienestar propias de una sociedad más desarrollada, como es el caso del Chile de hoy.
Este es, a mi juicio, el sentido de muchas de las propuestas contenidas en el programa de Sebastián Piñera, especialmente aquellas que componen la así llamada Red Clase Media Protegida que responde a demandas profundamente sentidas por sectores hoy mayoritarios de la sociedad chilena. Ello, más el acento que se pone en principios como los de justicia y solidaridad sumado a la insistencia en temas como la igualdad de oportunidades y la amplia inclusión de toda la población en el progreso del país, le dan al programa un fuerte sesgo social que ha desconcertado profundamente a los sectores de izquierda. Esperaban un programa que de alguna manera confirmara su intento de construir el fantasma de un Piñera “derechizado” al servicio de “los poderosos de siempre” y se han encontrado con un conjunto de ideas y propuestas que entran en un terreno que creían de propiedad exclusiva.
A mi parecer, lo más interesante del posicionamiento que señala el programa de Sebastián Piñera es la posibilidad de abrir un diálogo poselectoral con los sectores socialcristianos y socialdemócratas dispuestos a modernizar su visión sobre cómo crear sistemas de bienestar que respondan al grado de desarrollo que Chile ha alcanzado. En un diálogo así será crucial aprender de los excesos europeos, cuidar nuestra capacidad de crecer, fortalecer la libertad de elección ciudadana y evitar los monopolios estatales, así como la extensión demagógica de los así llamados derechos sociales universales. Se trata, en suma, de proyectar un Estado moderno de bienestar sustentable que propulse la diversidad y la colaboración público-privada a fin de ponerse al servicio de las personas y la sociedad civil.
Sobre estas bases se podría llegar a construir un consenso que permita superar muchos de los antagonismos actuales y le dé gobernabilidad de largo plazo al país. Llegar a hacerlo realidad sería, a mi parecer, el mayor logro de un segundo Gobierno de Sebastián Piñera y un garante de la marcha exitosa de Chile hacia el desarrollo integral.
*El autor es senior fellow de la Fundación para el Progreso y director de la Cátedra Adam Smith de la Universidad del Desarrollo